domingo, 7 de abril de 2013

La estación de Paris. Paranoia (II)

Un cubano espera la salida del tren en la estación de París. Hace unos días que ha aterrizado en el Aeropuerto de París-Charles de Gaulle… Ha venido en una delegación comercial representando no sé qué empresa cubana (¡asuntos de negocios de la revolución!), pero ha tomado la decisión  de “desertar”.  Lo tenía pensado desde Cuba. Primero hizo contacto con un “tío” que radica en Miami, que hizo contacto con un amigo que vive en Francia,  avisando que llegaría un “sobrino” que necesita apoyo, porque piensa viajar a España. Todo salió como un cronómetro desde que despegó de La Habana. El cubano abandonó el hotel donde se hospedaba la delegación cubana. Con la justificación de dar un paseo por el lobby y tomar una cerveza, se encontró con el amigo del tío de Miami en el bar del hotel, fue fácil; el parisino portaba un incongruente sombrero de yarey (“iluminaba” todo el ambiente como un farol, era la señal que propuso y, en efecto, fue muy práctica).  Una mirada rápida, un apretón de manos, un intercambio de nombres y salieron pitando del lugar. Antes, el parisino, dejó el sombrero de yarey sobre uno de los bancos del bar y  tomó unos de los paraguas que estaban en un cesto cerca de la entrada. Protegidos de la fina llovizna caminaron juntos hasta el coche, aparcado a unas calles del lugar. Discutieron si pedía el asilo en Francia o era mejor en España. Finalmente acordaron que en España sería mejor. Allí tenía parientes políticos, con disposición para ayudar y conocedores del problema. Sin perder tiempo y, aprovechando que tenía visa para toda la Unión Europea, reservaron un billete en el tren con rumbo a Madrid del día siguiente y un trasbordo en la red española que terminaría en una ciudad vasca. Era muy importante actuar con agilidad y, con previsión, solo cargó con una cartera donde tenía todos sus papeles y documentos, lo único válido que había cargado desde Cuba; el resto eran trapos comprados en la tienda destinada a vestir a las delegaciones que salen de Cuba.


Era la tercera vez que salía fuera de la estación esperando ver al “parisino” que le prometió despedirse. Muy temprano lo dejó en la estación y le dio la palabra de regresar, después de dejar en el trabajo a la mujer y a los chicos en la escuela. Mientras miraba a un lado y al otro, vio como dos agentes uniformados se le acercaron y en un perfecto francés le pidieron los documentos. Los tenía en regla. Decidió entrar y esperar su tren, pero el suceso lo puso nervioso. Por qué carajo estos dos policías le habían pedido los documentos… Comenzó a sospechar que algo no estaba bien y supuso que a esa hora los otros cubanos de la delegación ya habrían informado, a saber, que un delincuente peligroso estaba suelto en París. Estuvo sentado muy tranquilo dentro de la estación. Todavía quedaban algo más de 35 minutos para la salida del tren, cuando una pareja se acomodó en un asiento contiguo. Aunque la pareja mantenían una actitud muy amorosa, escuchó como en su conversación se repetían las palabras “prêter attention”. Eso no le gustó… eso sonaba muy parecido al “pon atención” en español y decidió alejarse de ellos.  Comenzó a caminar por el inmenso pasillo, prácticamente vacío, cuando se percató de que una pareja de vigilantes le seguía los pasos. Tratando de no comportarse con nerviosismo, se movió hasta un estanquillo de prensa y, mientras simulaba mirar una revista, con el rabillo del ojo se dio cuenta que los policías se detuvieron y volvieron sobre sus pasos. No eran los mismos de fuera, pero con toda certeza  lo estaban vigilando.  Después de estar unos minutos mirando portadas de revistas pensó que mejor esperaba los minutos que faltaban en un baño. Allí no sabía qué hacer; ya había orinado más de una vez y había simulado muchas veces que se lavaba las manos cada vez que alguien entraba a los lavabos. Se miraba al espejo cuando escuchó que anunciaban el tren a Madrid; fue directo al andén donde algunas otras personas se agrupaban a lo largo. Se abrieron  las puertas y entró rápidamente buscando el vagón que marcaba su billete. Mientras caminaba por el pasillo sintió ese nerviosismo que tuvo en el aeropuerto de La Habana al subir en el avión, igual al momento de salir del bar en el restaurarte del hotel de París… Trataba de controlarse cuando se percató de que el hombre que le seguía los pasos en el pasillo lo había tenido muy cerca en el andén. Reconoció su gabardina y, como un relámpago, le vino la imagen de esa misma gabardina revoloteando a su alrededor en el estaquillo de los periódicos. Por un momento pensó que quizás tendría que defenderse con los puños y maldijo no conservar el paraguas que tomaron en el hotel. Llegó a la mitad del coche, vio el camarote que marcaba su billete, abrió lo más rápido que pudo la puerta cerrándola de un golpe tras de sí,  se sentó cerca de la ventana, corrió la cortina y comenzó a mirar para fuera, mientras un sudor fino le corría por la espalda. Dos o tres segundo fueron suficientes para que la puerta se abriera y el hombre de la gabardina entrase. El corazón le latía a toda máquina; tratando de controlarse, apretó los puños y se dispuso a entrar en combate en cualquier momento. Con el rabillo del ojo observó como el hombre de la gabardina colocó su maleta en los compartimentos de equipaje y se sentó abriendo un periódico… No cabe dudas, este es el mismo tipo del estanquillo, pensó. Y no tuvo más dudas: el encuentro con los policías, la pareja que se sentó a su lado en la estación..., nada había sido casualidad, lo estaban siguiendo.

En ese instante el tren comenzó su marcha. La situación era asfixiante, tensa; pero el cubano siguió con su mirada clavada en el paisaje y el hombre de la gabardina en su lectura. Pasó una hora y la azafata tocó a la puerta, pidió los boletos y, en ese instante, el cubano tuvo la gran idea de comentar con ella si conocía el español; ella respondió que sí, que lo entendía, y el pregunto qué tiempo en total se demoraba el viaje hasta Madrid. La azafata fue escueta, pero el cubano consideró que sería importante comunicarse con ella, quizás por poder decir algo que pudiera sugerir que estaba siendo vigilado y que él era un extranjero en aquel lugar… (nunca se sabe que se nos puede pasar por la mente, cuando estamos viviendo una situación extrema). Inmediatamente después de que la azafata salió del camarote, el hombre de la gabardina se dirigió al cubano:


-Ven acá, tú eres cubano?

Ya se va a destapar el asunto, pensó el cubano, y se puso a la defensiva…

-Sí ¿y usted?

-También, ¿vives en España?.

-Sí, voy a San Sebastián. Y automáticamente se arrepintió de lo que dijo.

-Coño, no jodas, yo también vivo allí.

-Sí, pero a mí me van a esperar en la estación de Madrid. Terminó la frase y le retumbó en su cabeza como un sinsentido… “qué carajo dije, qué tiene que ver eso con lo que él dice”.

-Y dónde vives en San Sebastián, yo vivo en Aldakonea.

“No le creo, es una treta, es mucha casualidad que este viva en la misma calle a donde voy”. El cubano no podía creer tanta coincidencia y sus temores no dejaban de confirmarse; era un seguimiento en toda regla, tenía fichado el lugar a donde se dirigía.

El hombre de la gabardina se percató de que el cubano estaba muy tenso y trató de ser más comunicativo.

-Yo soy cubano también, vivo en España hace 13 años, acabo de venir de Jamaica. Tuve que encontrarme con mis viejos allí, porque no puedo entrar a Cuba, ya sabes, las leyes que hay con los médicos.

-¿Eres medico?.

-Sí,  vine en un viaje, me casé con una española y ahora vivo con ella en San Sebastián. Pero hombre, tú acabas de llegar, todavía tienes tu acento natural.

“Coño… a lo mejor estoy paranoico”. Pensó el cubano.

-Venga, te invito al coche restaurante, allí nos tomamos unas copitas de vino y hablamos, cubaneamos un poco… Ya sabes, la cogemos con Fidel, para que te desahogues. Necesitas soltar lastre.

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