lunes, 20 de junio de 2016

El Discurso



Se dice que los cubanos somos adictos a los discursos, y no solo a escucharlos sino también a darlos.



Esa costumbre no es solamente cubana; charlas de bar (o de borrachos) existen por todo el mundo y en todas las etnias. Pero en el caso cubano no es un asunto de elocuencia etílica. Los cubanos… bueno no, mejor así: cualquier cubano está preparado -anímica e intelectualmente- para soltar una “muela” moralizante (o un “rollo” como dicen in Spain) en cualquier momento y en cualquier lugar. Y siempre habrá otro cubano dispuesto a recibirla… y a rebatirla con otra “muela” superior.

Otra cosa no menos importante es que los cubanos cuando sueltan un discurso no están preocupados por tener poca o mucha audiencia (que también), porque cualquier cubano es en sí mismo su propio público.

Siempre se ha considerado que el surgimiento de esta costumbre tiene sus inicios el 1ro de enero del año 1959, año del triunfo de la Revolución Cubana. Por aquella fecha esa manía se instaló de manera permanente en todos los estratos del pueblo.

Una noche estaba de visita en casa de mi novia y, mientras mirábamos un partido de béisbol en la televisión, llegó una vecina. La puerta de la casa estaba abierta y vimos como abrió la verja, atravesó el jardín y llegó hasta nosotros con una sonrisa socarrona:

“Mañana, en la emisora donde trabajo, un programa hará dos preguntas a los oyentes, aquí las traigo. Es un concurso financiado por la Secretaría de Turismo del gobierno de la ciudad. Se pedirá una pequeña redacción de dos párrafos como mínimo y cinco como máximo para responder ambas preguntas. El que gane tendrá un fin de semana gratis en el Campismo de Baconao. Como yo soy miembro de la redacción puedo influir para que gane una respuesta en particular. Y pensé por qué no ayudarlos a ustedes…”.

“Pero se darán cuenta que defiendes la respuesta con una dirección que está al lado de tu casa”. Le dice mi novia con ironía.

“No, no la envíes tú, que lo haga Gabriel. En el remitente estará su dirección”.

¡Ah!, en ese momento, una vez más, confirmé que la “honradez” del hombre nuevo, que con tanto bombo y platillo se pronosticó, era un fracaso.



Todo resultó como ellas planificaron. Y el siguiente viernes por la mañana, después de enviar la “solución” del concurso, me vi llegar al recién inaugurado Campismo de Baconao con mi novia, mi cuñadito y mi suegra… y con la promesa de acoger el sábado por la tarde a nuestra amiga con su novio hasta el domingo.

Cuando la Revolución Cubana se propuso ganar dinero con el turismo, tuvo el cuidado de que los cubanos no se mesclaran con la lacra capitalista que venía de la degradante Europa Occidental y del capitalismo que imperaba en el resto del mundo (sistema infestado de enfermedades venéreas y droga). Para eso la Revolución Cubana construyó campismos por toda la isla, de manera que los cubanos pudiésemos disfrutar de nuestra naturaleza como “hombres nuevos” y no juntarnos en los hoteles con “el hambre, la miseria y la desolación” que venía del mundo capitalista.

Era un agosto como los de siempre, caluroso, y llegamos a la recepción del complejo ya sudando. Le expliqué a la recepcionista que éramos los ganadores del concurso de la radio “El Desarrollo del Turismo Socialista en el Sur de la Provincia de Santiago de Cuba” y le mostré la carta que me acreditaba como ganador.

La chica cogió el documento –ni lo miró- y me invitó a pasar para ver al Director. Aquello me sentó mal, esperaba que me indicara cual era nuestra cabaña y fin del proceso. ¡Pero visitar al Director!, seguro algo se iba a joder como siempre: estamos en el socialismo de Fidel Castro, si hay martillo no hay clavos.

Traté de borrar de mi mente todo pensamiento negativo y me fui tras la chica. No sé por qué, pero me siguió mi novia, mi cuñadito y mi suegra, en fila india.

Ya en la oficina del Director, “el compañero” se levantó de su silla con una camisa de caqui que se le marcaba, un inmenso círculo de sudor en los sobacos, lo mismo alrededor del bolsillo izquierdo de la camisa. Era costumbre de los dirigentes de aquella época llenar los bolsillos de papeles y de bolígrafos; nunca logré descifrar ese enigma. Avanzó hasta mí y, sin esperar que yo le tendiera la mano, me la estrechó. Su mano también estaba sudada y aquello, la verdad, no ayudaba nada. Seguí pensando que en cualquier momento todo se iba a joder.

Entonces comenzó con un pequeño discurso: “Felicidades compañero, usted constituye la demostración de una verdadera democracia… bla, bla, bla… y con usted se confirma como La Revolución ha creado todo un sistema de beneficios sociales… bla, bla, bla…”. Y entonces lo vi claro, esta costumbre se había cimentado de mala manera en los cubanos.

El Director era un tipo delgado, encorvado, bajito, con poco pelo, y tenía el aspecto de una persona muy fatigada. Con un gesto casi imperceptible me invitó a que lo siguiera. Y no sé por qué, pero tras de mí también vino mi novia, mi cuñadito y mi suegra, uno tras otro.

Después de sortear cubículos y mesas de oficia llegamos a un cuarto que tenía toda la pinta de ser un almacén. Estaba lleno de colchonetas, almohadas, aparatos playeros y cuantos objetos se puede uno imaginar. Dos chicas contaban y acomodaban sabanas y toallas.

“¿Estamos listos?, tenemos que abrir”. Dijo el Director.

“Sí, todo está preparado, pero todavía faltan unos minutos para las nueve… aunque ya hay gente esperando y no dejan de golpear en la ventana”. Respondió una de las chicas.

“Bueno, abre”. Sentenció el Director.

Las dos chicas comenzaron a abrir la puerta de una ventana horizontal que ocupaba toda una pared y que por afuera formaba un mostrador. Cuando se abrió completamente la ventana, junto a la maravillosa brisa mañanera entró una andanada de gritos de aprobación y de disgusto.

Frente al mostrador se apilaba gente que desde temprano esperaba por la entrega de las sabanas, mosquiteros, cacharros para el agua, colchonetas, etc. ¡Ah! y algún aparato para el buceo: un snorkel o alguna careta…

Aquella situación no me gustaba nada. Las personas gritaban insultándonos. Se podía percibir su ansiedad y disgusto por la tardanza. Tenemos que comprender que podían no alcanzar para todos colchonetas o mosquiteros. Siempre algo se podía joder. Hay que recordar que estamos viviendo en el socialismo de Fidel Castro: si hay combustible, faltan los fósforos (cerillas, para que me entiendan los no cubanos).

En eso el Director habló:

“Compañerosss… hagan silencio por favor. Quiero decirles algo. Este compañero –señalándome- ha ganado bla, bla, bla…”

Y soltó una retahíla de palabras.

“Espero que ustedes le permitan elegir… bla, bla, bla…” y continuó: “Y ahora él les dirá algunas palabras”.

Coñooo… pero qué carajo dice este! No podía creer lo que estaba ocurriendo. Se volvió hacia mí y con cara de fastidio me dice:

“Di algo”.

Soltó aquello, giró hacia la puerta del almacén y se largó… y, no sé por qué, tras de él también se largaron mi novia, mi cuñadito y mi suegra. Impresionante.

Me quedé solo. Las dos chicas me miraban asustadas, esperaban órdenes. Los de afuera gritaban con más rabia. Me pregunté, ¿qué coño está pasando? Y pensé que debía decir algo. No se lo van a creer, pero mi mente comenzó a buscar frases apropiadas para el momento: “Pueblo de Cuba…”, “Estimados compañeros…”.

Entonces algo dentro de mi gritó CUIDADO, es una encerrona, sal de aquí…

“Oye, dame lo mío que me voy…”. Le dije a una de las chicas.

“¿Cuánto son ustedes?”.

“Cuatro”.

No sé cómo logré sujetar todo lo que me daba: colchonetas, mosquiteros, algún cacharro. La chica me atendía sin prestar la más mínima atención a lo que elegía, era rápida, ágil… al tiempo que aumentaban los insultos dirigidos a ella y a mí. Recuerdo que grité llamando a mi cuñadito. El chamaco entró en el almacén otra vez y me ayudó a cargar con algunos enseres. Atiborrado de cosas y empujándolo salimos que jodía de aquel almacén.

Mientras escapaba de aquella “encerrona” escuchaba gritos exigiendo más rapidez en las entregas. La organización del campismo no resultaba buena, pero a todos los usuarios les quedaba el consuelo de que no tendrían que dormir en hoteles de habitaciones repletas de capitalistas infectados de enfermedades venéreas y atiborrados de drogas.

Cuando salí, otra vez la brisa acarició mi rostro y comencé a sentirme libre. Pensaba lo bien que lo pasaríamos en la naturaleza… Sin embargo, no me había repuesto del todo cuando veo que nuestra amiga, junto a su novio, me saludaba con un efusivo “holaaa...”

Estaba tratando de descifrar lo que sucedía: “No era mañana por la tarde que estos tenían que venir…”, y sentí como mi novia clavó sus uñas en mi brazo.

“Primero, trajeron una jaba de comida. Segundo, recuerda que ella fue la que nos dio la clave para estar aquí…”

“Que sí, que no he dicho nada.”

“Bueno, por si acaso. ¡Ah! y tercero, tienes que volver dentro por toallas, colchonetas… y todo lo que te den, para ellos”.

“¿Qué tú dices…?”

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